Poesía guatemalteca

Manuel José Arce


 LA HORA QUE HIZO TEMBLAR AL MUNDO

Cuando se dieron cuenta ya era tarde:



irremisiblemente se acercaba.



Al principio hubo varias opiniones.



No faltaron los radicales



que pretendían acabar con todo



aunque fuera tomando medidas extremadas.



Otros optaron por la indiferencia.



Los más se dividieron en comités profundos.



No obstante, se acercaba



sobre seguro paso irremediable.



Yo me puse a cantar entusiasmado.



Muchos salieron, sordos y terribles, a cerrar los caminos,



a envenenar los ríos,



a interrumpir los arcos de los puentes,



a inventarse murallas.



Los demás se quedaron cavando las trincheras,



armando barricadas,



decretando las leyes marciales más terribles.



Yo seguía cantando cada vez más alegre.



No hubo modo posible:



inútil todo:



nada le detuvo.



Cundió el pánico entonces,



cundió la indignación y el heroísmo:



algunos sucumbieron en la lucha



víctimas de cuestiones sumamente biliares



y de graves asuntos oficiosos.



Y cuando al fin llegó



la población entera dio de gritos:



la mayoría se arrancó los ojos con los codos.



Entre la confusión



muchos murieron tumultuariamente.



Los más desesperados llegaron al suicidio.



Por no hablar de los otros:



aquellos que en la tribulación atormentados



les cortaron los órganos genitales al hijo y a la hermana.



Fueron cosas tremendas.



Yo seguía cantando pleno de paz y júbilo.



Se acercó a mi guitarra.



Sonrió.



Hizo sonar las cuerdas dulcemente.



Metió una mano dentro de mi pecho



y acarició mi corazón alegre como a un perro.



Me dijo no cien veces con acento infantil.



Y se alejó con una gran sonrisa,



por sobre la catástrofe y los muertos,



por sobre los heridos y las ruinas,



por sobre la humazón y los escombros,



por sobre mi guitarra destrozada,



mi corazón colgando pecho afuera



y mi espérame espérame.



Se alejó irremediablemente en su sonrisa



hacia quién sabe dónde.



Lo peor de la tragedia



es que toda esta historia son mentiras.





 SANGRE EN EL PARAISO

 

Total, no pasa nada:



me desangro.



Sé que mi hemoglobina derramada



es como una escupida de borracho frente a la bomba atómica:



total: no pasa nada.



Y si yo estoy enfermo,



también se han muerto de hambre muchos miles



de cientos de millares



más otros.



Y si ahora batallo para adentro,



si peleo conmigo,



Nasser y Moische Dayan se gruñen hoscamente



y eso sí que es de miedo.



Si me dan ganas de patear mi sombra,



de asesinar mi espejo,



fusilar por la espalda mi saco y mi sillón privado,



en realidad no está pasando nada:



en Vietnam piensan ya en bombas atómicas,



los gringos tienen ganas de tirarlas,



y si las tiran se acabó la cosa



para toda la gente.



Total: no pasa nada:



me desangro.



Y sólo se desangra el ciudadano



A-1 19 90 03 de la leve ciudad de Guatemala,



en donde y cuando tantos se desangran,



se desangran de veras,



por heridas legítimas,



de bala,



de no comer,



de estar pobre y enfermo y trabajando.



Total: no pasa nada:



me desangro.



Dicen los médicos que el cuerpo tiene,



más o menos, la suma de seis litros de sangre,



que si uno pierde tres,



nada,



se muere.



Total:



no pasa nada:



de veinticuatro millones quinientos mil seiscientos



ochenta y cuatro



se han derramado apenas



tres litritos:



total: no pasa nada.



No pasa nada,



no,



no pasa nada.



Me estoy diciendo que no pasa nada.

 



 UN CRANEO EN LA SOMBRA

 

¿Dónde poner la cabeza?



Me dijeron:



—los pies sobre la tierra.



las alas en el viento



y las manos arriba!



¿Y la cabeza?



Se ha tejido teorías, se ha fabricado hipótesis:



—la cabeza debajo del sombrero



encima de los hombros;



al final del cogote;



detrás del mecapal;



bajo el cuchillo de la guillotina;



al encuentro de un tiro de pistola;



en medio de laureles;



bajo la lupa de un sicoanalista.



¡pero nunca en tus manos,



nunca en tu regazo,



nunca en la almohada, al lado de la tuya!



Y de no ser así



¿cómo justificarla?



ya no es bastante sólo decir:



gracias a ella existen las industria



de peines, de analgésicos, de anteojos,



libros y barberías,



los dentistas, los oculistas y los narizólogos



¡tanta gente viviendo de este redondo y complicado fruto!



Pero al final de cuentas



yo sólo estoy aquí preguntando una cosa:



si no es entre tus manos, si no es en tu regazo,



si no es sobre tu almohada, al lado de la tuya



¿dónde poner, entonces, la cabeza?

Síguenos, muchas gracias:
Pin Share
RSS
Follow by Email
Twitter
Visit Us
Follow Me